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Cuenta la historia que haya por los ochentas en un pueblecito rodeado de cañaverales y canteras de piedra, donde los lugareños solían y suelen anunciar sus productos por medio de altavoces capaces de despertar incluso a un oso en pleno invierno, un pueblito donde pareciera que todo puede faltar y nada falta a la vez… Donde abunda la pasividad y las cantinas no pueden faltar y es precisamente en uno de esos tugurios rurales donde una calurosa tarde de verano un regordete lugareño saciaba su sed y daba rienda suelta a la pasión “degustando” de aquella damisela que por ciento cincuenta pesos accedió a rentar su cuerpo al calenturiento obrero local.
Los sedientos clientes no se inmutaban al escuchar los rechinidos del viejo catre donde se protagonizaba el acto carnal, pues eran entretenidos por las damiselas del lugar que entre risas mostraban sus abundantes carnes esperando que alguien más se animara al ritual.
Todo era normal, nada estaba fuera de lugar, las mesas donde siempre, la hielera a reventar y en la habitación del pecado, la veladora en el mismo altar… ¡la veladora! Si, esa misma que cayó e incendió el lugar, haciendo que los incrospidos clientes abandonaran la cantina a toda prisa, corriendo por sus vidas pero sin soltar las bebidas.
Los vecinos ayudaban a apagar el incendio con cubetas y mangueras, mientras las bocinas anunciaban la terrible tragedia y en esas estaban cuando de entre el espeso humo apareció la ennegrecida silueta de la calenturienta pareja que corría por su vida…el sin calzones y ella sin pantaletas.
Lo que pasó después solo es chisme y anécdotas, ya que nadie lo recuerda o casi nadie, excepto el que esto escribe ya que el recuerdo es como una fotografía, de hecho, de las investigaciones realizadas se concluye que lo que provocó ese siniestro fue… LA LLAMA DE LA PASION.
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